Cuando el metro huele a reflex.
Una mañana de competición siempre amanece más brillante, incluso si el cielo está encapotado. Quizá sea yo. Sí, es posible, porque lo miro todo con otros ojos. Inquieta, me despierto antes de que suene el despertador y lo miro con insistencia por si se ha quedado parado y no me he despertado a tiempo. Ese es mi gran temor, porque soy una gran dormilona. Pero no. Ha habido suerte y dispongo de un tiempo extra para remolonear en la cama pensando en el recorrido y en lo que voy a disfrutar. Cuando al fin suena, me pilla en ese estado entre la vigilia y el sueño donde todo es posible, y me molesta su zumbido.
- ¡zzz! ¡no, un poquito más!- le digo en pensamiento desde mi letargo --¡zzz!¡carrera!
Y me levanto al punto, feliz relajada, y ¡dormida!, menos mal que dejo todo preparado la noche anterior (ya me conozco) y sólo tengo que ir recorriendo los puntos 1,2,3,4,5, puerta de la calle. Como por arte de magia, cuando veo la ropa de running, preparada, esperándome, lanzándome un guiño pícaro desde esa paciencia desmayada que sólo la ropa sabe tener, una sonrisa se dibuja en mi cara y me despejo totalmente. Un último vistazo al espejo antes de salir y listo. Camino al metro, siento esa especie de vértigo, como cuando vas a encontrarte con alguien que quieres y, me sonrío, otra vez sentiré el agotamiento total, el cambiante olor del viento al darme en la cara, el soniquete de mis zapas chocando con el asfalto, y la compañía de miles de personas que sienten a la par, igual y distinto a mi.
En un metro repleto a tan temprana hora dominical, todo el mundo mira mi atuendo, unos con extrañeza, otros me hacen un guiño cómplice, mientras yo sigo en mi burbuja de colorines. Al hacer el último transbordo, coincidimos montones de corredores vestidos de igual manera, nos miramos con una especie de incredulidad y complicidad: por un lado se pierde ese magia de creernos únicos, diferentes, especiales, pero a la vez contentos de sentirnos como si fuéramos componentes de una extraña secta, que sólo entre iguales podemos entender. El aire de los vagones huele a réflex, y ese olor que nos une y nos embriaga, nos va indicando la senda a seguir, del mismo modo ancestral que los animales saben seguir el rastro de sus congéneres. Vamos por los pasillos apresuradamente, más por esa adrenalina que ya nos corre por las venas y que está pugnando por lanzarse a tope, que porque lleguemos tarde.
Hay tiempo de sobra para calentar, para colocarnos en posición, hasta oir el pistoletazo de salida y lanzarnos por esas calles que están esperando ser horadadas por cientos de zapas que, de repente, sienten que el tiempo es una medida elástica y quieren reducirlo al mínimo.
El olor a réflex, parece incrementarse a medida que todos nos apiñamos bajo el arco de salida, y se confunde con otros no tan agradables. De pronto todo cambia. Hemos comenzado a correr.
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